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Los músculos están compuestos por dos clases de fibras, en proporciones que varían según la función que cumplen.

Las fibras de contracción rápida proporcionan fuerza y potencia. Son la carne blanca del músculo. Se contraen con rapidez, produciendo breves estallidos de energía. Permiten realizar la mayoría de los ejercicios pesados e intensos, aunque breves: correr, levantar pesos, patear una pelota o golpear con una raqueta de tenis o una paleta.

Estos músculos se agotan enseguida y son propensos a los calambres debido a la producción de ácido láctico, un subproducto de su propio metabolismo que surge por la fermentación de la lactosa.

Las fibras de contracción lenta producen una tracción continua y, por tanto, una gran fuerza. Se asemejan a cuerdas resistentes que solo se cansan cuando se agota el suministro de combustible. Aunque son un poco más pequeñas que las fibras de contracción rápida y poseen menos terminaciones nerviosas, extraen más oxígeno de la sangre. Constituyen la carne oscura del músculo, color que se debe a su abundante riego sanguíneo.

Ocupamos estas fibras para los ejercicios que requieren de un enorme esfuerzo, como carreras de larga distancia, nadar o andar en bicicleta.

En la medida que aumenta la actividad muscular, se incrementa el requerimiento energético; pero como la práctica continua de ejercicio puede multiplicar hasta en 30 veces la cantidad de sangre que fluye a los músculos, el mismo cuerpo se autoabastece para satisfacer esta creciente demanda. Esto, gracias a que los latidos del corazón se tornan más rápidos, incrementando la circulación y, por tanto, el riego sanguíneo, que es de donde obtiene la energía.

Además, la oxidación de la glucosa contribuye a la producción calórica del cuerpo. Es por eso que la actividad muscular genera calor durante la contracción, pero aún más mientras el músculo se recupera para contraerse de nuevo. Durante este proceso se requiere de una gran oxigenación, que hace trabajar intensamente al corazón y los pulmones. Si la actividad continúa, el oxígeno que aportan estos órganos resulta insuficiente para quemar la glucosa requerida, por lo que sentimos que nos falta aire y respiramos aceleradamente.

Por otra parte, cuando nos falta glucosa la sensación es de fatiga y debilidad. “Recuperar el aliento” es un síntoma de que los niveles de oxígeno y glucosa vuelven a equilibrarse.