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Tal como el Renacimiento, la Reforma tuvo sus precursores. La gran revolución del siglo XVI no fue un hecho nuevo y sin precedentes; fue la conclusión o el término de una larga historia.

Los escándalos del Gran Cisma en el siglo XIV habían turbado profundamente a las almas piadosas. Durante cincuenta años, desde 1378 a 1417, Europa se había encontrado dividida y disputada entre dos papas, y en ciertos momentos existieron hasta tres. Entonces aparecieron reformadores como Juan Wyclif (1324-1384) en Inglaterra, y Juan Hus (1369-1415) en Bohemia (actual República Checa). Ambos querían lo que quisieron los reformadores del siglo XVI, o sea, conducir la Iglesia a su simplicidad primitiva y atenerse estrechamente a la palabra de Dios tal como estaba escrita en los Evangelios. Pero los discípulos de Wyclif, los «sacerdotes pobres» o lolardos, fueron exterminados, y Juan Hus, muerto en una hoguera, no tuvo partidarios -los husitas- más que en Bohemia. A Wyclif no se le ahorró una afrenta póstuma: por orden del concilio de Constanza, treinta y un años después de muerto sus restos fueron exhumados (sacados de la tumba) y tirados a un arroyo, a la vez que eran entregados a las llamas todos sus escritos.

En el seno de la misma Iglesia hubo, a principios del siglo XV, un poderoso movimiento de reforma dirigido por doctores de la Universidad de París, que era entonces la mayor escuela de teología del mundo. La impotencia en que se encontraba el papado les inspiró la idea de subordinarlo a la autoridad de los Concilios, es decir, de transformar la Iglesia, de monarquía absoluta, en una especie de monarquía constitucional; los concilios debían forzar en seguida a los papas a reformar los abusos. Esta es la doctrina que los doctores parisienses ensayaron hacer triunfar en los concilios ecuménicos; el concilio de Constanza (1414-1417) y el concilio de Basilea (1431-1443); pero no consiguieron su objetivo. Los papas consiguieron desembarazarse de los concilios, permanecer dueños de la Iglesia y no hacer ninguna reforma. Pero esta larga crisis había debilitado su autoridad, hecho vacilar la Iglesia y la cristiandad, y por esta razón preparado el camino para la revolución del siglo XVI.


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