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La ciudad de los Césares

Se dice que en el sur del país, en algún lugar no precisado de la cordillera de los Andes y junto a un lago, existiría una ciudad encantada y de gran fastuosidad. Esta estaría rodeada de murallas y fosos, entre dos cerros, uno de diamante y otro de oro.

Además, tendría lujosos templos y palacios, innumerables avenidas, torres y fortificaciones. Las cúpulas de sus torres y los techos de las casas, lo mismo que el pavimento de las calles, son de oro y plata.

Además, una gran cruz de oro corona la torre de la iglesia y tiene una gran campana, cuyo tañido podría oírse en todo el mundo. Existe también allí un mapuchal (terreno plantado con tabaco) que no se agota jamás.

Sus habitantes son altos, blancos y barbados; visten capa y sombrero con pluma y usan armas de plata. En esta ciudad, nadie nace ni muere y nada puede igualar a la felicidad de sus habitantes.

Los que allí llegan pierden la memoria de lo que fueron, mientras permanecen en ella, y si un día la dejan, se olvidan de lo que han visto. Si algún viajero la anda buscando, la tarea se hace difícil, ya que una espesa niebla cubre la ciudad y la corriente de los ríos que la bañan aleja las embarcaciones que se aproximan demasiado.

Algunas personas aseguran que el día Viernes Santo se puede ver, desde lejos, cómo brillan las cúpulas de sus torres y los techos de sus casas. Según la leyenda, solo al fin del mundo se hará visible la fantástica ciudad; se desencantará, por lo cual nadie debe tratar de romper su secreto. (Versión basada en la recopilación de Oreste Plath).

El dedo del indio patagón

La leyenda cuenta que una noche estaba un marino español reflexionando frente al monumento del navegante Hernando de Magallanes (en Punta Arenas), cuando de pronto se quedó mirando fijamente al indio patagón que complementa dicha estatua.

Luego, se le ocurrió tatuarse en su pecho la figura del indígena y buscó un artista especialista que le hiciera este trabajo.

El tatuaje quedó tan bien, que parecía cobrar vida a cada movimiento del marino, los ojos parecían mirar y le temblaban las mejillas. Lo que más llamaba la atención era el dedo gordo del pie, que se agitaba al moverse la piel.

El español, mirando su tatuaje frente al espejo, consultó mentalmente sobre si sus empresas tendrían éxito o no. De pronto, vio cómo el dedo gordo del indio se sacudió afirmativamente. Feliz con la respuesta, se dirigió al puerto a embarcarse.

Al pasar por el monumento, se detuvo junto a la figura del indio, y golpeándose el pecho, dijo: «Aquí te llevo, amigo». Quiero ser tan fuerte como tú, y que no me entren balas. Luego, cogió el dedo gordo del pie y le dio un gran beso, diciendo: «Ayúdame, dame suerte»

Meses después, el marino regresó a Punta Arenas, radiante de alegría y contaba lo bien que le había ido.

Así fue como nació la costumbre de que quienes pasan frente a la estatua tocan el dedo del pie del indio, pidiendo protección y ayuda. Y que los viajeros deben besarlo y pedirle un pronto regreso a la zona.