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Tras la Independencia de España y al compás de la Revolución Industrial y las nuevas libertades de comercio, se dio paso a un resurgimiento de la minería en el siglo XIX como producción clave, esta vez con descubrimientos que abrieron las puerta a los ciclos de la plata (Chañarcillo) y del carbón (Lota) y luego de la Guerra del Pacífico, al ciclo del salitre, proceso con el que Chile ingresó a un siglo XX, marcado por la explotación del cobre a gran escala.

En el país siempre hubo explotaciones de pequeña y mediana importancia de casi todos sus recursos mineros (cobre, oro, plata, salitre y carbón) por parte de los aborígenes y posteriormente de los conquistadores, pero es a contar de mediados del siglo XIX que gracias a personajes como José Rojas (carbón de Coronel); Matías Cousiño (carbón en Lota); José Tomás Urmeneta (plata en Tamaya– Ovalle); el «Cangalla» Méndez (plata en Caracoles–Antofagasta); José Santos Ossa (salitre en Desierto de Atacama) y de una nueva y más libertaria institucionalidad, que la minería empezó a prevalecer en las exportaciones chilenas.

Desarrollo minero

Fue a contar del siglo XIX en que los efectos del espectacular desarrollo minero se extendieron hacia todas las áreas de la actividad y junto con el ordenamiento institucional y el coto al bandolerismo impulsado por Diego Portales, hicieron resucitar las confianzas empresariales en un agro destruido por los conflictos internos y externos, estimulando nuevas grandes inversiones que, surgidas desde la minería, permitieron obras como el canal Las Mercedes que llevaba agua desde el Mapocho hasta la Hacienda de Mallarauco.

Asimismo, y siguiendo una tradición cultural agraria hispana –en que la fama y el reconocimiento se recoge desde la propiedad de la tierra– los empresarios enriquecidos en la minería llegaron a los campos, introduciendo nuevas técnicas y cultivos, como el arroz, la alfalfa y las cepas importadas para la viticultura, fenómeno que hoy vemos reflejados en las marcas de vinos más conocidas en el país (Cousiño, Urmeneta).

También en materia de transporte e infraestructura, la minería estimuló un fuerte impulso. El comercio marítimo, acicateado por las decisiones de Rengifo–Portales de construir los muelles de Valparaíso, de reservar el cabotaje para los barcos chilenos y regular las importaciones con aranceles progresivos, según se tratara de bienes indispensables o superfluos, permitió que la marina mercante chilena, que en 1848 contaba con 105 barcos, llegara a tener 327 en 1865.

Y en materia institucional, para 1874 el primer Código de Minería nacional mantuvo el principio de propiedad eminente heredado de la época colonial, pero tomó partido –como era previsible– en favor de la agricultura y redujo las minas de libre adquisición. Asimismo, conservó el sistema de amparo por el trabajo, sin perjuicio de hacerlo algo más flexible y modificó el procedimiento de constitución de la pertenencia minera, introduciendo entre la manifestación y la mensura una actuación intermedia, llamada “ratificación”, que luego de inscrita conformaba un título provisional sobre la mina y autorizaba su explotación.

El Código de Minería de 1888 también mantuvo el principio de la libertad de minas y, junto con ello, extendió la enumeración de éstas de libre denunciabilidad, sustituyendo el régimen de amparo por el trabajo, por otro que se basaba en el pago de una patente o canon. El Código, empero, no innovó respecto del procedimiento de constitución de la pertenencia, que ya había dado y seguiría dando lugar a toda clase de pleitos y a la consiguiente inestabilidad de los títulos mineros.

Fuente: Consejo Minero


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