El año 570 de la era cristiana (algunos precisan que el 27 de agosto) nació Mahoma en La Meca. Su padre Abdallah, muerto dos meses antes de este hecho, fue hijo de uno de los pontífices del célebre templo de la Caaba, y su madre, Amina, era hija de un jefe de tribu.
Mahoma fue primero amamantado por su madre, y después, según costumbre, colocado en una tribu nómada del desierto, donde no permaneció más que hasta la edad de tres años. Apenas salía de la primera infancia cuando su madre murió, dejándolo al cuidado de su abuelo Abd-el-Mottatib, que lo crió en medio de comodidades. Pero este murió dos años después de Amina y, recogido por un tío suyo, un comerciante en permanente viaje, Mahoma debió cuidarse a sí mismo.
Cuenta la tradición que durante uno de sus viajes a Siria, el tío del futuro profeta lo llevó consigo, y que Mahoma conoció entonces en un monasterio cristiano de la ciudad siria de Bosra a un fraile nestoriano que lo inició en el conocimiento del Antiguo Testamento.
A la edad de 20 años, poco más o menos, Mahoma tomó parte en un combate que ocurrió entre los coreixitas y otras tribus, mostrando en él los talentos militares que debía manifestar más adelante. Su reputación era excelente, y su benevolencia y sinceridad le habían granjeado entre los coreixitas el sobrenombre de Amín, es decir, fiel.
Unida sin duda esta reputación a las prendas físicas que poseía, le valieron, a la edad de 25 años, la simpatía de una rica viuda llamada Jadidja o Kadija, que le encomendó sus negocios comerciales. Con esto tuvo que volver a Siria y pudo ver de nuevo al fraile que le había enseñado el Antiguo Testamento. Al regreso, se casó con la rica viuda, de 40 años. Esa fue su primera mujer y no tomó otras mientras ella vivió.
Cuarenta años tenía Mahoma cuando por primera vez habló de su misión profética: al volver de uno de los retiros espirituales que solía hacer en el monte Harra, a tres millas de La Meca, fue a ver a su mujer Jadidja con el rostro trastornado y le habló de este modo, según los historiadores árabes: «Vagaba yo esta noche por la montaña, cuando la voz del ángel Gabriel resonó en mis oídos diciéndome: ‘En nombre del Señor que ha creado al hombre, y que viene a enseñar al género humano lo que no sabe, Mahoma, tú eres el profeta de Dios, yo soy Gabriel.’ Tales han sido las palabras divinas y desde ese momento he sentido dentro de mí la fuerza profética.»
Jadidja creyó en la misión profética de su esposo, y fue a informar de ello a uno de sus primos, llamado Waraka, que era tenido por hombre muy instruido. Este declaró que si Mahoma decía la verdad, había visto aparecer al mismo ángel que antiguamente se había mostrado a Moisés, y que estaba destinado a ser el profeta y el legislador de los árabes.
Satisfecho de este apoyo, Mahoma manifestó su alegría dando siete vueltas a la Caaba, después de lo cual entró en su casa. Desde esta época, según el historiador árabe Abulfeda, las revelaciones no cesaron.
Durante tres años Mahoma no predicó sino delante de sus parientes inmediatos: gente generalmente de influencia, por su edad y posición. Cuando estuvo seguro de su apoyo, anunció en público su misión, y empezó a combatir el politeísmo, cuya sede era el templo de la Caaba, asilo sagrado de todos los dioses de Arabia.
Las primeras tentativas del profeta no fueron afortunadas, teniendo por único resultado ponerlo en ridículo. Pero los coreixitas, guardianes de la Caaba, pasaron de la burla al furor, llegando a amenazar de muerte a Mahoma y sus partidarios.
Durante mucho tiempo los coreixitas tuvieron intención de agredir al profeta, pero como según las costumbres árabes todos los individuos de una familia estaban obligados a protegerse mutuamente, tocar a Mahoma era exponerse a seguras represalias por parte de sus numerosos parientes.
Mahoma sufría todas las persecuciones con mucha dulzura, y su elocuencia le atraía todos los días nuevos discípulos; pero, deseoso de tener un poco de tranquilidad, se retiró a casa de su tío Abu Taleb, personaje muy influyente.
Diez años pasó Mahoma predicando su doctrina, y tenía ya cincuenta de edad cuando sufrió dos pérdidas de mucha importancia: la primera, la muerte de su tío Abu Taleb, y la otra, el fallecimiento de su mujer Jadidja, cuyos parientes tenían también mucha influencia.
Cuando los coreixitas vieron que Mahoma atraía día a día a nuevos afiliados, se exasperaron; y como no podían tolerar ninguna religión nueva, capaz de perjudicar sus intereses, se reunieron y acordaron la muerte del profeta.
Mahoma no tuvo conocimiento del complot sino cuanto los conjurados rodeaban ya su casa. Sin embargo, pudo deslizarse fuera en medio de la noche. Después de burlar todas las persecuciones, logró, en compañía de su amigo Abu-Bekr (más tarde si suegro, pues era padre de Ayesha, esposa preferida de Mahoma), llegar a la ciudad de Yatreb, que desde esta época recibió el nombre de Medina.
La fuga del profeta, o Hégira, ha sido para los árabes la fecha de la numeración de los años, empezando su era el día en que ocurrió aquel suceso: año 622 d.C. y 1º de la Hégira. La entrada del profeta en Medina fue un triunfo; sus discípulos sombreaban su cabeza con ramas de palma, y el pueblo se precipitaba en masa a su encuentro.
Así que estuvo en Medina, Mahoma empezó a organizar el culto que había fundado; y el Corán, que entonces no era más que un bosquejo, fue completándose gradualmente, por medio de frecuentes revelaciones que el cielo enviaba al profeta en todas las circunstantes difíciles.
Mahoma instituyó una tras otra las prácticas del islamismo, como la oración, repetida cinco veces al día a la voz de los llamamientos que desde las mezquitas hacían los muecines; el ayuno del Ramadán, o sea completa abstinencia de comida desde la aurora hasta el ocaso durante un mes, y finalmente, el diezmo, para que cada musulmán contribuyese a los gastos del culto que acababa de fundarse.
La influencia de Mahoma continuó creciente durante muchos años; pero esta influencia no podía generalizarse sobre Arabia y los árabes sin que el profeta de apoderara de La Meca. Antes de apelar a las armas, quiso valerse de las negociaciones, y se presentó delante de la ciudad santa acompañado de 1.400 discípulos. No logró que le abriesen las puertas, pero los mensajeros que le enviaron los coreixitas quedaron muy sorprendidos por la veneración de los compañeros del profeta hacia su maestro.
Viendo cuánto crecía su influencia, Mahoma determinó hacer otra tentativa para apoderarse de La Meca; y juntando un ejército de 10.000 hombres, el más poderoso que hubiese mandado hasta entonces, se presentó ante la ciudad, y como su prestigio había llegado a ser tan grande, el 630 entró en ella sin combate e hizo derribar los ídolos de la Caaba. Dos años después murió en Medina, cuando ya había conseguido imponer su doctrina a toda Arabia. Por medio de la religión, había hecho la unidad del pueblo árabe. Sin embargo, no había determinado las reglas de sucesión a la jefatura del Islam, por lo que a su deceso los principales muslimes (o musulmanes) nombraron, de común acuerdo, seis electores para que eligieran los cinco primeros califas sucesores del profeta. El primero de ellos fue Abu-Bekr, quien convocó a los guerreros de todas las tribus, con la orden de conquistar los poderosos reinos de Persia y Siria. Se iniciaba, así, la guerra santa, la etapa de expansión del Islam.
Mahoma y las mujeres
Según el historiador árabe Abulfeda, Mahoma aseguraba que existe cierto número de hombres perfectos; pero que entre las mujeres no puede citarse más que a cuatro: Aseia, mujer de Faraón; María, madre de Jesús; Jadidja (o Khadija), mujer del profeta, y Fátima, su hija.
Mahoma no tuvo hijos sino de su esposa Jadidja, y de esos hijos, que fueron siete, tres varones murieron, no quedándole más que cuatro hijas, la más conocida de las cuales es Fátima, que se casó con su hijo adoptivo Alí. A su muerte, Mahoma dejó nueve viudas, las que no se casaron en virtud de la prohibición que de ello hiciera el Profeta.