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Sin embargo, quien inició e impulsó el movimiento que había de sacudir hasta sus cimientos a la Iglesia Católica fue un hombre mucho menos culto que Erasmo: Martín Lutero.

Lutero era hijo de unos campesinos alemanes pobres, que se habían sacrificado por dar a su hijo una buena educación y para que pudiese graduarse de abogado. A disgusto de sus padres, desdeñó todas las oportunidades mundanas e ingresó en un monasterio.

La gran inquietud de Lutero arrancaba de su deseo de librarse de los pecados que pesaban sobre su conciencia. Primero, trató de poner en práctica los procedimientos que la Iglesia aconsejaba. En su vida monástica se entregó a la penitencia, a largas oraciones y ayunos, pero nada de eso llevó la paz a su alma. Por último, comenzó a leer las epístolas (cartas) de San Pablo y las obras de San Agustín, doctor de la Iglesia. Entonces nació la luz en él. Llegó al convencimiento de que ni las oraciones ni las penitencias ni las buenas obras, podrían llevarle a la paz y el perdón, sino que bastaban sencillamente la confianza y la fe en Cristo. Lutero sostenía que así lo enseñaba la Biblia, única autoridad que podía conducir los hombres a Dios.

Las opiniones anteriores ponían en duda la razón de ser de la Iglesia Católica, que predicaba que solo mediante ella se podía alcanzar la salvación. Cristo la había elegido -decía la propia Iglesia- como intermediaria entre Dios y los hombres. Él había nombrado sacerdotes para bautizar a los hombres y admitirlos en el seno de la Iglesia, para darles su cuerpo en el sacramento de la eucaristía, como pan del alma, y para absolver sus pecados. Entonces, si eran suficientes la fe y la confianza en Cristo, como creía Lutero, ¿para qué servía la Iglesia, con sus sacramentos y su clero?

Desde su cátedra de Teología en la Universidad de Wittenberg, Lutero comenzó a explicar la nueva doctrina.