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En su obra Leviatán, o la materia, la forma y el poder de un Estado eclesiástico y civil, escrita el año 1651, el británico Thomas Hobbes sentó las bases teóricas del Absolutismo a partir de la teoría del contrato social. En el pensamiento de este autor, el estado natural del hombre es la guerra, la lucha continua y egoísta de todos contra todos. Como esta situación no se puede mantener por siempre, los seres humanos terminan por suscribir una especie de contrato, por el que ceden todo el poder a uno de ellos, que ostenta la soberanía. De esa forma se asegura la estabilidad social y se pone fin al estado perpetuo de lucha. El poder soberano no es sino la suma de todos los poderes individuales delegados en una sola persona sin ninguna restricción. Asimismo, el bien común queda asegurado ya que el soberano, por su propio beneficio, no es capaz de hacer nada distinto de lo ordenado por la paz y seguridad común.

Sus ideas disgustaron a los partidarios de la corriente absolutista de derecho divino. Según Hobbes, la primera ley natural del hombre es la autoconservación, que lo induce a imponerse sobre los demás: «El hombre es un lobo para el hombre». A diferencia de autores anteriores, para Hobbes la soberanía del rey no residía en el derecho divino, sino en el mantenimiento del contrato que le había dado tal soberanía. Más tarde su teoría fue utilizada por otros intelectuales, entre ellos Jean Jacques Rosseau.

Los grandes escritores

Uno de los hechos que hizo más grande el gobierno de Luis XIV fue el enorme auge de las ciencias y las artes. De hecho, Francia es conocida en este período como la capital literaria.

La primera generación de grandes escritores se ilustró antes del reinado personal de Luis XIV, bajo Richelieu y Mazarino. Entre ellos se cuentan Pierre Corneille, autor de tragedias sublimes; el filósofo René Descartes, y Blas Pascal, que hizo una apología de la religión. Sin embargo, los autores contemporáneos a Luis XIV son mucho más numerosos. Encontramos aquí a Moliere (Jean Baptiste Poquelin), con obras como Tartufo, El Avaro y El enfermo imaginario. Nicolás Boileau, quien destacó por sus sátiras y su arte poético. Jean Racine, autor de maravillosas tragedias. Jean de La Fontaine, con sus perdurables Fábulas. Finalmente, el obispo Jacques Bénigne Bossuet, quien con sus Oraciones fúnebres fue el más elocuente de los oradores.


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