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– Doctor, Doctor, cadáver nuevo -decía un joven que venía corriendo-.

– Buena noticia, mi querido Osvaldo -respondió el Doctor Sánchez con una leve sonrisa en la cara-. Hoy mismo empezamos a trabajar y podrás terminar luego tu práctica universitaria.

Osvaldo era un joven que siempre quiso (o le exigieron) seguir una carrera en el ámbito de la biología. A medida que cursaba el primer año, cada viernes se escapaba de sus clases para visitar el «Instituto Médico Legal», donde trabajaba el Dr. Jorge Sánchez, al que admiraba en exceso y lo quería como si fuera su propio padre.

Osvaldo había cursado toda la carrera de medicina general con excelencia académica, y en estos momentos se encontraba realizando su especialización, que requería de una práctica, y que estaba realizando con el Dr. Sánchez.

Estos amantes de la biología empezaron en seguida a revisar el cuerpo. Éste estaba bañado en sangre y carente del brazo derecho, amputado a la altura del codo.

Las horas pasaron, ya eran las 23:00 pm, y todavía no lograban descubrir la causa de esta extraña muerte.

Osvaldo, por curiosidad cortó con un bisturí, la piel que cubría el intestino grueso y se encontró con una extraña sorpresa. Un quimo aún no absorbido obstaculizando el proceso digestivo.

– ¡Doctor, mire esto, no se ve normal!

Inmediatamente, el Dr. Sánchez extrajo la bola gelatinosa que chorreaba un líquido amarillo. Cuando abrieron este desecho digestivo, se encontraron con una esfera metálica que no había sido digerida.

Ya daban las 24:23 pm. Cuando rompieron esta curiosa esfera, hallaron con un papel que decía «Lusitana 1313, Ignacio Sepúlveda».
Osvaldo sorprendido por el mensaje que había encontrado y más aún por la falta de curiosidad que mostró el Dr. Sánchez, volvió a su casa cuestionándose estas dos situaciones que ocurrieron en menos de un minuto.

Cinco meses más tarde, Osvaldo ya recibido como médico Forense, decidió ir a la dirección Lusitana 1313, que se encontraba en Viña del Mar, Chile, cerca de su hogar.

Al llegar, se encontró con una pequeña casa, que se encontraba oculta por una larga y ancha enredadera.

Tocó el timbre y una voz joven y cortante preguntó:

– ¿Quién es?

– Necesito hablar con el dueño de casa -contestó tímidamente Osvaldo que, por primera vez en sus cinco meses como profesional, realizaba algo fuera de su rutina laboral-.

– ¿Quién es? -contestó la misma voz, pero ahora con una mayor intensidad-.

– Tengo un mensaje que logró dejar Jaime Silva antes de morir.

La puerta se abrió de golpe. Se asomó un hombre, no mayor de 30 años. Tenía una barba larga y sucia, un aspecto arrogante y lucía una chaqueta de cuero que no hacía juego con sus jeans beige.

– ¿Cómo que mi hermano dejó un mensaje?. Y sacando la mano de su bolsillo derecho, mostró intencionalmente su pistola C-96.

– Disculpe la molestia, pero a mí me asignaron hacerle una autopsia a su hermano y él ,intencionalmente, dejó un mensaje en una bola de acero que se había comido.

– ¿Y qué decía? -respondió el tipo de metro noventa, con cara de una extraña curiosidad-.

– Era un papel que decía «Lusitania 1313, Ignacio Sepúlveda».

El barbón saltó sobre Osvaldo y lo llevó rápidamente al interior de su casa.

Era una casa vieja, mal cuidada, hedionda, pequeña y con una pésima decoración.

– Mira, hombre, el nombre que salía en ese papel es un delincuente que nos hace la competencia en el negocio de las drogas. Éste quería denunciarnos, por lo que mi hermano trató de unirse a su pandilla para saber con exactitud de quién se trataba, y luego con mi ayuda descuartizarlo.
 
Lamentablemente, éste lo pilló y lo asesinó pero ingeniosamente mi hermano consumió esta bola de metal, que tenia el nombre del tipo que quería denunciarnos.

– Ahora que te he revelado la verdad, necesito que hagas dos cosas: Primero, no debes hablar con nadie sobre esto y menos con tu conciencia. Por otro lado, me deberás ayudar a matar a este hombre, porque es la única forma para que no se te ocurra denunciarme.

Espera, espera, yo sólo venía a darte esta información que pensé que te podría ser útil, pero nada más, y menos matar a alguien -dijo Osvaldo asustado-.

– Mira, hombre, por culpa de esa información, murió mi hermano y si no me ayudas, te mato. Y sacó su pistola C-96 que le había mostrado al principio de la conversación.

– Si yo accederé -dijo Osvaldo, sudado entero y con la presión de estar siendo amenazado con un pistola en su sien-.

El barbón le vendó los ojos, lo amarró de sus extremidades y lo encerró en una habitación pequeña, oscura y extremadamente calurosa, que le dificultaba respirar. Su sudor aumentaba cada vez más. La mente de Osvaldo pensaba rápidamente, pero no podía llegar a ninguna conclusión. Lo único que escuchaba eran voces que decían cosas como: «Debemos matarlo, sabe la verdad», y otra que respondía: «No ha hecho nada malo, no podemos ensuciarnos más las manos, este asunto se nos ha ido fuera de control».

Osvaldo escuchó una larga conversación, que finalizó con unas palabras como: «Déjame, que voy a hablar con él». Escuchó unos pasos que cada vez sonaban más y más próximos, que a Osvaldo se le hacían muy familiares, e incluso casi paternos. Cuando esta extraña entró a la habitación, Osvaldo ya no tenía la menor duda de que era alguien conocido…  Pero ¿quién?. Se acercó y le quitó la venda de los ojos. Osvaldo no lo podía creer, era como si el mundo se le viniera abajo, todos sus ideales de persona habían sido destruidos en un santiamén. La persona se acercó y le dijo:

– Nunca quise que te preocuparas por ese papel.

– Pero Dr. Sánchez, ¿por qué no me dijo nada? Yo a usted lo veía como a mi padre -respondió Osvaldo sin saber qué pensar acerca de este nuevo Dr. Sánchez-.

– ¿Por qué crees que yo no le di importancia al papel?, sabes por qué lo hice, ¡lo hice por ti! -aclaró el Dr. Sánchez dudosamente-. Es hora de que sepas la verdad.

-¿De qué está hablando, por qué nunca me explicó el papel? -consultó Osvaldo-. Millones de preguntas pasaban por su cabeza, era una sensación de inseguridad que nunca había vivido.

– Lo que pasó es lo siguiente, y pon mucha atención porque no quiero repetirlo. Siempre quise estudiar medicina, y es más, ser un médico Forense, pero nunca tuve el dinero suficiente para hacerlo. Por eso, me uní a la pandilla que está a cargo del tipo que mató a Jaime Silva. Éstos me traicionaron y tuve que conseguir el dinero por otro lado.
 
Luego de trabajar como empaquetador de supermercados, logré conseguir una beca, debido a mi alto rendimiento en el área científica y pude sacar mi carrera adelante. Nunca había comentado este tema de mi vida con nadie, pero es hora de que lo sepas.

Por eso, cuando estábamos revisando el cuerpo hace exactamente 5 meses atrás y dijiste el nombre Ignacio Sepúlveda,  todos los recuerdos de mi pasado florecieron. Memoricé la dirección que estaba en el papel y traté de disimular con una arrogante indiferencia sobre un asunto de extrema importancia.

Yo quería venganza mi querido Osvaldo, por eso vine a la dirección y como acá ya me conocían me integraron rápidamente a la banda. Osvaldo, compréndeme quería algo diferente, ya estaba cansado de mi vida, de ver muertos, levantarme a la misma hora, quería cambiar. -Narró lentamente el Dr. Sánchez excusándose al final de su parlamento-.

– ¡Nunca lo pensé de usted! -gritó Osvaldo con una rabia enorme-. Nunca se había sentido tan mal, primero sus ideales son destruidos, pues la persona que más admiraba era un traficante de drogas; y por otro lado, estaba en manos de delincuente sin haber hecho nada malo y pero aún no sabía que iban a hacer con él.

Horas más tarde, Osvaldo tenía una fatiga enorme.

– Pero Doctor, yo siempre lo vi como mi ideal de vida para seguir -dijo Osvaldo con lágrimas en la cara, que ya no podía disimular-.

– Sé que soy un pésimo modelo de vida, y más aún, al esconder mi repugnante pasado. Pero Osvaldo, el problema va más allá de mi historia, e incluso más allá de mis manos. La decisión de tu destino ya está tomada, y no puedo decirte cuál es, pero por favor perdóname. No puedo hacer nada en tu favor, podrías volver y denunciarnos a todos -dijo tristemente el Doctor-. Le volvió a vendar los ojos y se retiró de la habitación.

De repente, sintió unas manos en su espalda, otras en sus piernas y presencia de personas a su alrededor. Lo levantaron, lo pusieron dentro de la maleta de un automóvil. Viajó horas y horas, días y días. Como pasatiempo, Osvaldo calculaba aproximadamente que cada tres horas le daban de comer un pan y un vaso de agua. Pasaron alrededor de 20 días, y a Osvaldo le desamarraron las manos, pero le advirtieron, que no se sacara la venda, de lo contrario lo matarían.

Fue arrojado del auto, golpeándose duramente contra el suelo y escuchó como se iba el auto.

Osvaldo se quitó rápidamente la venda, miró a su alrededor, encontró que le habían dejado algo de dinero, cuatro panes y unos papeles. Apresuradamente, revisó el documento, era un pasaporte con su fotografía, pero con el nombre de Ernesto Torrealba, la nacionalidad también había sido cambiada, lo que lo llevó a pensar que estaba en otro país. Efectivamente, Osvaldo se encontraba en Ecuador y con documentos falsos.

Años después, Osvaldo consiguió trabajar en su profesión, convirtiéndose en un destacado médico. Formó una familia, vivió el resto de su vida en Ecuador y nunca más volvió a su querido país natal.


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