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Cierta mañana, cuando los tenues pero cálidos rayos del Sol inundaban la atmósfera de un bellísimo jardín, se encontraba un bonachón petirrojo que cantaba a la vida y bailaba al amor.

Dicho pajarillo sentíase muy feliz de vivir en tan agradable lugar, sin embargo, poco a poco su hogar lamentablemente iba perdiendo su candidez original, y los opíparos manjares de gusanos y moras que el petirrojo solía darse, iban menguando, cosa muy mala, pues se estaba acabando aquel precioso paradero. Decidido estaba que el pajarillo tendría que mudarse, pues tarde o temprano su amadísimo jardín se vería en ruinas.

El petirrojo dispuesto a marcharse emprendió el vuelo, con una inevitable y melancólica lágrima, un pesar que acongojaba su corazón, una opresión en su pecho carmín que le hacía voltear de vez en cuando su cabeza hacía su antigua morada.

Voló por praderas y por montes, por extensos valles y colinas, y una vez que su cuerpecillo estaba exausto, se desplomó de la nada; ¡ploff! cayó el pajarito, y una vez que logró recobrarse del desastrozo golpe, abrió lentamente sus ojos en busca de una explicación racional acerca del lugar donde se hallaba.

Vaya sorpresa que recibió nuestro amiguito, se hallaba nada más y nada menos que postrado en el alféizar de una ventana alta y tan transparente que el pajarillo más de una vez pensó que nunca hubo un vidrio que la separase del exterior,¡y que exterior! Se encontraba en un brumoso lugar, gris por todas partes, con sonidos estruendosos, seres de dimensiones colosales, artefactos extraños que emitían un sonido chillón, aire contaminado y una arquitectura que se veía muy complicada, lector querido, sabrás a qué lugar me refiero: la ciudad.

El petirrojo sintió que el mundo se le venía encima, al poco tiempo que logró volar después de su estupefacción, se topó con una puerta gruesa e impasable, que por suerte se abrió debido a un mecanismo inexplicable pero que después resolvería: la mano de un niño juguetón que regresaba a su casa después de una afanosa jornada en la escuela; venía cargado de grandes libros que en un principio interesaron al petirrojo por tener una portada colorida, una pasta poco flexible pero maleable y unos colores que evocaban el añorado jardín que recientemente había abandonado, definitavamente auella cosa llamaba su atención y mucho, y con la velocidad que siempre poseyó, se dio a la tarea de encontrar un lugar donde pudiera ver más cosas como aquélla.

Primero llegó a un puesto de frutas (una expedición tan larga necesitaba municiones, y qué mejor que una deliciosa zarzamora) y una vez teniendo el estómago satisfecho recorrió avenidas y calles, boulevards y callejones, hasta llegar a su destino anhelado, una grandísima biblioteca, con estantes rebozantes de libros y personas ávidas por el saber y el conocimiento.

El petirrojo entró con el piquito en alto y las plumas bien acicaladas, revisó los ficheros, las mesas de trabajos, la sección de libros fantásticos, de ficción, de realismo, de aventura, de romance, de terror, había libros para todos los gustos, y para el ave, era un lugar perfecto, pero estaba tan abstraído contemplando un libro de botánica que una vez que iba a posarse sobre él, sintió una mano que lo agarró de su alita, y en su forcejeo y lucha de no dejarse capturar, perdió una pluma en el intento. Tanto se afligió por la pérdida que perdió el conocimiento, y cuando lo hubo recobrado se halló dentro de una jaula dorada al lado de un escritorio y una señorita que lo miraba fijamente.

El petirrojo se desesperó, no podía quedarse en cautiverio, pero se sintió reconfortado al observar que la bibliotecaria lo mimaba y alimentaba, y cuando la señorita iba a la sección de cuentos para relatar a sus alumnos una historia, el pajarillo quedaba libre y se posaba tranquilamente en el hombro de la bibliotecaria, y comenzaba a entonar las más bellas melodías, poruqe aunque había sufrido muchos contratiempos, la vida le había sonreído, y le tenía tanta gratitud que se dedicó a enseñar a cuanto se le cruzará al frente, que la vida daba sus recompensas y que siempre había algo bueno en la existencia de cada ser.

Sólo me resta desearles un muy feliz día ¡Sonrían!


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