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LA TERCERA. Opinión de Pablo González. Departamento de Ingeniería Industrial, Universidad de Chile y Equipo de Desarrollo Humano, PNUD

¿Cuál es la diferencia entre una estafa intencional donde los recursos son lisa y llanamente malversados y un conjunto de incompetencias que llevan a una situación desastrosa? ¿Cómo se puede prevenir que ambas situaciones se produzcan? ¿Cómo se impide que se mantengan en el tiempo? Estos son algunos de los problemas que debe resolver el marco institucional en que se desenvuelve cualquier actividad, incluyendo la educacional.

Un buen diseño institucional parte por definir con claridad los objetivos que se quiere alcanzar y un conjunto de reglas que motiva a los actores a hacerlo, usando eficientemente los recursos escasos. En muchos bienes y servicios es innecesaria la intervención del Estado para realizar lo anterior. Por varias razones esto no ocurre en educación, donde la  competencia basada en la libertad de elección no ha sido suficiente para lograr una dinámica sostenida de mejoramiento de calidad. Aunque algunos atribuyen esto a la rigidez del Estatuto Docente, lo cierto es que pocos países tienen un sistema escolar tan liberalizado como el chileno, y varios, con sistemas laborales tanto o más rígidos, logran mucho mejores resultados.

El diagnóstico no es muy distinto que hace treinta o cincuenta años, excepto por el mejoramiento del acceso y la proporción de la población que se gradúa en los distintos niveles. Un porcentaje importante de niños que han llegado a cuarto básico no son capaces de entender un texto simple o realizar operaciones elementales. Las deficiencias se siguen acumulando mientras avanzan en el sistema y en muchos casos, en sus capacidades, no hará mucha diferencia que terminen o no.

Afortunadamente se ha alcanzado un cierto consenso en la necesidad de un nuevo conjunto de reglas y mecanismos que permitan alcanzar una educación de calidad y, en torno a los objetivos básicos del sistema, superar la situación anterior. Casi todos reconocen que no basta que el proveedor sea público para que realice los objetivos sociales; de hecho, ni siquiera basta para garantizar que tenga buenas intenciones. Tampoco el que sea privado, con o sin fines de lucro, impide que alcance eficientemente una educación de calidad.

La única forma de avanzar en este plano es con más control y mejores reglas. A algunos esto les huele a estatismo, y hacen sonar todo tipo de alarmas. Pero a los padres que saben lo que significan los 190 puntos en el SIMCE que obtuvo la única escuela de su localidad lo cierto es que esas alarmas los tienen sin cuidado, y miran con justa razón hacia el Estado buscando una respuesta. Esa escuela hoy no debe rendir cuentas ni ante el Ministerio de Educación ni ante el gobierno local ni ante la comunidad. Peor aún, puede que el mismo municipio la administre.

Lo cierto es que, contrariamente a lo que ha ocurrido recientemente en salud, en educación hoy no existen las herramientas para que alguien “haga algo” cuando el proveedor “no  cumple”. Ni siquiera está definido qué significa “no cumplir”.

Vuelta al estatismo sería proponer que el Estado se hiciese cargo de las escuelas, otra fórmula que, como el libre mercado educacional, no funcionó. Definir estándares de calidad y contar con mecanismos para que todos los proveedores, públicos o privados, cumplan esos estándares es una fórmula mucho más promisoria para el futuro, para impedir que actores no necesariamente mal intencionados, pero ineficientes, continúen arruinando, con su incompetencia, las posibilidades de desarrollo de cientos de miles de niños.

El proyecto de ley comienza a sentar las bases para esta posibilidad, pasando de una normativa que solo se preocupa del acceso a una que garantiza un conjunto de prestaciones mensurables, verificables y exigibles. Esto será finalmente concretado con la creación de una superintendencia de educación autónoma y de alto nivel técnico que velará por estas garantías.

Lo anterior es adecuado para, como se ha dicho, actores que aceptan las reglas del juego y compiten honestamente. Sin embargo, la rendición de cuentas y el control social son insuficientes para impedir estafas a la fe pública. Para esto es necesario, al menos, un registro de información que establezca reputaciones y, sobre todo, la constitución de multas y garantías reales, en lo posible de carácter monetario, que impidan que las conductas contrarias al interés de la sociedad sean rentables en el corto plazo.


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