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Siempre la historia y la mitología clásica han sido aprovechadas como ejemplo y lección para el presente. La actualización del pasado histórico o mitológico es particularmente fructífera en el género dramático, donde la interacción entre pasado y presente se efectúa de modo más impresionante por medio de la representación teatral y donde la historia o el mito se revive a través del diálogo, la actuación, el decorado. El drama histórico y mitológico se sirve del pasado, pero incorpora a la vez la actualidad del autor, de la representación y el público.


Acerca del drama histórico

Por Antonio Buero Vallejo

Alguien dijo que nada envejece más rápidamente que un libro de historia. Si esta condición provisional y discutible de la exégesis histórica afecta a la historia misma, es claro que atenerse en el teatro a interpretaciones históricas tradicionales equivaldrá a  convertirlo en una rémora paralizante de la formación del espectador y  no en un estímulo de sus instancias críticas. El teatro histórico inspirado en el pensamiento tradicional ni siquiera corrobora, como pretende, la supuesta excelencia de ese pensamiento; va a remolque de éste y entraña una simplificada fijación ideológica más inmovilista aún que la interpretación histórica de donde procede, de ordinario algo más compleja y cambiante.

Por ser teatro y no historia, es además el teatro histórico labor estética y social de creación e invención, que debe, no ya refrendar, sino ir por delante de la historia más o menos establecida, abrir nuevas vías de comprensión de la misma e inducir interpretaciones 
históricas más exactas. Que, para lograrlo, el autor no tiene por qué   ceñirse a total fidelidad cronológica, espacial o biográfica respecto 
de los hechos comprobados, es cosa en la que no hay que insistir. Un  drama histórico es una obra de invención, y el rigor interpretativo a  que aspira atañe a los significados básicos, no a los pormenores. Y en  esto, los dramaturgos tradicionales y los de pensamiento más renovador  no discrepan. Ahora bien, para alcanzar la interpretación histórica de  fondo que permita negar la tradicional y adelantarse a ella,  manteniendo sin embargo el derecho a llamar «histórica» a la obra, hay  que ejercer especial tino al mezclar aspectos inventados o destacados  con la fidelidad, nunca vulnerable del todo, a los hechos históricos. 
Para acertar en la tarea, de dos cosas precisa el autor resuelto a dar  una versión enriquecedora y no tradicional de personas y  acontecimientos pasados: el conocimiento profundo de lo realmente  sucedido y de sus causas, tanto sociales como psicológicas, por un  lado; la intuición de la «intrahistoria» posible que los hechos  documentados no pueden dar, por el otro. Escribir teatro histórico es  reinventar la historia sin destruirla; reinvención tan cierta que, a  menudo, personajes o situaciones enteramente ficticios tienen no menor  importancia que la de los personajes o sucesos propiamente históricos. 
Por poner un ejemplo extremo, histórica es, y magistral, la «Madre  coraje», de Bertolt Brecht; en esa obra se nos revelan poderosamente  las coordenadas históricas y sociales de la guerra de los treinta  años. Ni uno solo de sus personajes, sin embargo, ni por consiguiente  sus situaciones personales, proceden de la historia. Y quienes sí  existieron no comparecen: sólo se les cita, aquí y allá, cuando el  texto lo requiere. Mas no por ello regatearíamos a «Madre coraje» su  condición, incluso paradigmática, de obra histórica; inventados, sus  protagonistas dibujan la verdad esencial de la época y las vicisitudes 
en que se les supone.

Esa esencial verdad es la que el dramaturgo no tradicional trata de  manifestar mediante la mentira del teatro, y el derecho a la 
imaginación escénica no debe discutírsela ni aun cuando contradiga en  parte lo que sabemos acerca de las figuras que pone sobre las tablas. 
Pues además, y ya se ha apuntado al principio, no es improbable que lo  que nos parece una traición a la verdad histórica sea, no sólo  invención que permite acercarse más certeramente al personaje y a su  mundo según fueran en su posible relación intrahistórica, sino  intuición de hechos parecidos a otros auténticos que en el futuro  puedan descubrirse como contradictorios de los supuestamente dados hoy  por ciertos.

Por todas esas libertades, que se admitieron sin dificultad en el  autor tradicional cuando éste dejaba intactas ideologías y versiones 
conservadoras, el dramaturgo no tradicional suele arrostrar  imputaciones de inexactitud, arbitrariedad y mala fe. De este modo se 
intenta minimizar el alcance de obras que han alumbrado una parcela  histórica desde ángulos no habituales, mediante el pretexto de  denunciar en ellas hipotéticos errores objetivos que a veces ni  siquiera lo son. Lo que de hecho molesta en tales obras no son sus 
supuestos errores, sino la propuesta de interpretación  anticonvencional que entrañan. O, cuando su veracidad general sea 
evidente y se halle respaldada por los manuales, la cruda luz a la que  se presentan personas e instituciones cuya funesta actuación pretérita  no cabe negar.

Pero cualquier teatro, aunque sea histórico, debe ser, ante todo,  actual. La historia misma de nada nos serviría si no fuese un 
conocimiento por y para la actualidad, y por eso se rescribe  constantemente. El teatro histórico es valioso en la medida en que 
ilumina el tiempo presente, y no ya como simple recurso que se apoye  en el ayer para hablar del ahora, lo que, si no es más que recurso o  pretexto, bien posible es que no logre verdadera consistencia. El  teatro histórico ilumina nuestro presente cuando no se reduce a ser un  truco ante las censuras y nos hace entender y sentir mejor la relación  viva existente entre lo que sucedió y lo que nos sucede. Es el teatro  que nos persuade de que lo sucedido es tan importante y significativo  para nosotros como lo que nos acaece, por existir entre ambas épocas  férrea, aunque quizá contradictoria, dependencia mutua.

Mas todo ello se enfoca, ya se ha dicho, con una mirada actual. Es  decir: desde un pensamiento crítico que no acepta sin examen los  tópicos históricos y que procura entrever, bajo su espesa capa, las  realidades desfiguradas. De ahí, que un verdadero teatro histórico  haya de ser «desmitificador» o «desalienador», y me excuso por lo  manoseado de ambas palabras. Lo que verdaderamente fueron ciertas  relaciones sociales, lo que en realidad fueron o pudieron ser ciertos  prominentes personajes y determinados sucesos memorables, es lo que el  dramaturgo intenta desentrañar. Pues se trata, en suma, de conciencia  que todos los espectadores deberían desarrollar. Y por ello es  correcto hablar asimismo de un teatro histórico cuyo argumento y  supuesta época sean estrictamente actuales cuando, además de su  contenido dramático, asume o esboza la consideración historicista de  nuestro tiempo y de los personajes, sean éstos reales o fingidos.

Hay que preguntarse si, para el ejercicio afortunado de tal tipo de  teatro, existen formas privilegiadas que lo faciliten; si ciertos 
estilos o tendencias son intrínsecamente preferibles a otros para la  feliz consecución del teatro histórico. Personalmente creo que es una  cuestión intrincada sobre la que no se pueden formular afirmaciones  tajantes. Por considerar predominantemente a las obras históricas como  instrumentos de crítica y sátira social, se ha propendido en nuestro  tiempo a enmarcarlas en formas alegóricas, farsescas o esperpénticas. 
Es una vía posible y eficaz, sin duda. Pero no creo aceptable el punto  de vista radical que la entiende como la única propia de nuestros días  y la más adecuada al propósito que se persigue. Con la alegoría se  pueden lograr equivalencias sencillas y clarificadoras; con la farsa,  punzantes sarcasmos. Son modos creadores legítimos para determinadas  obras. Pero si los tomásemos como fórmulas únicas o como las más  auténticas podríamos favorecer la privanza de un teatro infantilizado,  de someras situaciones didácticas y de acartonadas marionetas que,  paradójicamente, suscitasen en el público la nada formativa y  petulante sensación de una superioridad ilusoria. El esperpento -a  condición de entender en qué consiste y no al modo sólo farsesco como  es frecuente entenderlo hoy- sí sería una vía creadora más certera. 

Pero tampoco deberíamos considerarla, creo, como la única o más  indiscutiblemente apropiada a la obra histórica escrita en nuestros  días. En diversos grados, todas esas formas configuran «la mirada  desde el aire» al personaje, de que habló Valle-Inclán; pero la que él  llamó asimismo «mirada en pie», que nos acerca e identifica mejor con  seres de ficción a nuestra misma altura humana, es erróneo a mi juicio  entenderla como de inferior potencialidad crítica, o inferirle el  dislate de condenarla como mirada «burguesa». Hace ya años que, a la  distanciación» brechtiana o a la casi farsesca de la mirada «desde el  aire», se está reincorporando en el teatro la mirada «en pie»,  enriquecida con ingredientes no lejanos al superrealismo. Para repetir  reflexiones que ya me permití en otra ocasión, no creo cierto que la  mayor fuerza crítica se halle siempre en la farsa, o en el esperpento,  y no, otras veces, en la tragedia.

El autor de dramas históricos tiene hoy, pues, a su disposición un  denso repertorio lingüístico. Puede escribir tragedias totales, puede  hacer obras trágico-esperpénticas, puede usar de la farsa, puede  matizar todo ello con significativos aspectos superrealistas o  expresionistas. Preconizar la hegemonía de cualquiera de esas  tendencias, o de un grupo afín de ellas, en toda ocasión, sólo servirá  para empobrecernos.

La crítica histórica no es menos vigorosa cuando se apoya en la  sutileza, la oblicuidad, el misterio o la experimentación; podrá ser 
más oscura, pero no más débil. Creo incluso que es más dinamizadora  cuando se beneficia de esas complejidades que cuando nos relata un  simple silogismo sociológico de exposición sencilla y desenlace  previsible. Y tampoco me parece razonable que, para lograr un  verdadero teatro popular -sea o no histórico- y la efectiva  popularización del teatro, haya que prescindir de tales riquezas y  simplificar el lenguaje dramático. Seamos implacables en la crítica,  pero abundantes y pluralistas en las formas de creación.

Seamos, también, permanentes desmitificadores. Porque estamos  especulando acerca del fenómeno vivo de un teatro histórico que, 
contra las interpretaciones tradicionales, denuncia la otra cara de  los personajes y las circunstancias; pero no podemos echar en olvido  que algunas de esas otras caras llegan a transformarse en lugar común,  pierden a su vez realidad y se convierten en otro mito exangüe. Y  tampoco debemos ser, contra los mitos mendaces de la historia,  estancados propagandistas de algunos de los que los han sustituido.

Toda interpretación histórica es problemática, y en mayor medida de lo  presumible, enigmática. Hacerse cuestión de ese problema y ese enigma;  poner entre sutiles paréntesis dentro de la obra algo de lo que ella  misma asevera es, probablemente, el último y más fecundo secreto de la  creación bien entendida. Pues todo arte es, por muy inequívocos que  sean sus significados principales, multisignificativo. Y en ello  reside su grandeza y su poder. Y hasta la posibilidad, de tarde en  tarde, de crear algunos mitos no mendaces y perdurables.


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