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LA TERCERA. Alfredo Jocelyn-Holt. Historiador y académico de la U. de Chile.

Se habla mucho de que tenemos que lograr calidad en el ámbito educativo, pero no está claro a qué se nos está refiriendo. Logros recientes como una mayor cobertura y variedad de ofertas en el mercado educacional, sin embargo, no nos estarían asegurando colegios, liceos ni universidades de óptimo rendimiento. No, al menos, como requiere el país atendido su desarrollo presente y futuro y desperdiciando, de paso, un enorme potencial de talentos que, sin duda, poseemos. De ahí que la sensatez aconseje prestar atención a uno que otro acierto alcanzado ya antes en Chile y otros países.

Más allá de que, obviamente, es pernicioso tener un sistema educativo global que reproduce nuestras agudas desigualdades sociales, ¿a alguien se le pasa por la mente que no debiéramos tener instituciones nacionales y públicas meritocráticas? Es decir, establecimientos que favorecen a unos pocos individuos previa y debidamente seleccionados y probados, cualesquiera sean sus orígenes sociales y culturales, sin los cuales el país, tarde o temprano, resentiría su falta de aporte y el desperdicio de sus capacidades.

En el pasado, Chile no sólo dispuso de cuadros líderes, políticos y culturales, sino además no ahuyentó ni extranjerizó a sus elites como tantos otros países latinoamericanos, africanos y asiáticos. ¿Podríamos haberlo logrado sin un sistema educacional público y nacional en el siglo XIX y buena parte del XX? ¿Podríamos haber dependido sólo de instancias y ofertas privadas? No sólo lo dudo, sino que, además, nadie seriamente lo ha sostenido.

Cabe hacerse otra pregunta clave, ausente del debate actual: ¿se puede disponer de un sistema educacional de alta calidad sin que lo presidan universidades que marquen la tónica de excelencia por alcanzar? Actualmente podemos tener una cobertura de más de medio millón de universitarios, pero si ninguna institución de altos estudios, pública o privada, logra situarse entre las mejores del mundo, es muy cuestionable que hacia abajo de la pirámide educacional se vayan a tener alicientes suficientes para volver más competitivo al sistema todo.

Para que existan universidades óptimas se requiere de un suministro constante. Harvard y Yale, Oxford o Cambridge no se inventan de la nada. Amén de experiencias seculares, pluralidad y respeto por el conocimiento, éstas presuponen establecimientos secundarios que seleccionan y promueven a sus mejores talentos y los adiestran a fin de que calcen eventualmente en instituciones de este nivel y rigor.

Llama la atención, pues, que las últimas iniciativas debatidas no estén por fortalecer aun más a las únicas dos instituciones universitarias del país que, si bien todavía distantes, se acercan a estándares de excelencia internacional e histórica. Que además nuevas disposiciones puedan perjudicar al puñado de establecimientos secundarios públicos de mayor rendimiento, debiera causar alarma. ¿Es que el gobierno sólo estima que las únicas instituciones educacionales privilegiadas y de alcance nacional han de ser las escuelas matrices de las FF.AA.? Aconsejo tomarse el vaso de agua, esta vez, antes y no después de intentar responder a esta última pregunta.


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