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Era verano, y la región tenía su aspecto más amable del año. El trigo estaba dorado ya, la avena verde todavía. El heno había sido apilado en parvas sobre las fértiles praderas, por las que ambulaba la cigüeña con sus rojas patas, parloteando en egipcio, único idioma que su madre le había enseñado.

En torno del campo y las praderas se veían grandes bosques, en cuyo centro había profundos lagos. Y en el lugar más asolado de la comarca se erguía una antigua mansión rodeada por un profundo foso. Entre éste y los muros crecían plantas de grandes hojas, algunas lo bastante amplias como para que un niño pudiera estar de pie bajo ella. Y allí entre las hojas, tan retirada y escondida como en lo profundo de una selva, estaba una pata empollando.

Los patitos tenían que salir dentro de muy poco, pero la madre se sentía muy cansada, pues la tarea duraba ya demasiado tiempo.

Uno tras otro, los huevos empezaron a crujir suavemente.

– Queda por abrir todavía el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo tardará? -se preguntó, volviéndose a echar en el nido.

Por último el huevo que tardaba en abrirse empezó a crujir.
¡Qué grandote y qué feo era!. La pata lo miró con disgusto.

Al pobre patito no había quién no lo corriera o le diera empujones.

Hasta que por fin el patito dio una corrida y un salto por encima del cerco, haciendo volar asustados a los pajaritos.

«Todo es porque soy tan feo» -pensaba el pobre patito cerrando los ojos, pero sin dejar de correr. Así llegó a un extenso pantano en cuyos bordes y aguas vivían patos silvestres; estaba tan cansado y tan apenado que se quedó allí a pasar la noche.

Dos días enteros permaneció allí. Luego vinieron dos gansos silvestres, mejor dicho, dos ánades. Como no hacía mucho que habían salido del cascarón eran petulantes en grado sumo.

En ese preciso momento: «¡Bang! ¡Bang!» resonaron dos estampidos en el aire, y los dos ánades silvestres cayeron muertos entre los juncos, tiñendo de rojo el agua con su sangre.

Hacia el anochecer llegó a una pequeña y pobre casita, tan miserable que parecía quedarse en pie sólo por no saber de qué lado había de caerse.

En la casita vivía una anciana con un gato y una, gallina.

-¿Qué diablos pasa? -dijo la mujer. -¡Qué maravilla!, ahora tendremos huevos de pata… si es que no se trata de un pato. Habrá que esperar a ver lo qué resulta.

El patito empezó a pensar en el aire libre y el sol, y lo invadió una irreprimible nostalgia de flotar en el agua.

Finalmente decidió irse.

Sería tarea muy triste el detallar todas las privaciones y miserias que tuvo que soportar durante el largo y duro invierno. Cuando el sol empezó a calentar de nuevo la tierra, el patito yacía en el pantano, entre los juncos.

De pronto el patito alzó las alas, y éstas se agitaron con mucha más fuerza que antes, haciéndolo ascender vigorosamente hacia el cielo. Antes que se diera cuenta de dónde estaba se encontró en un amplio jardín a orillas del lago. Ahí vio a tres hermosos cisnes que se acercaban a él saliendo de entre un macizo de plantas.

Se lanzó, al agua, y nadó en dirección de las señoriales aves y vio su propia imagen, pero ésta no era ya la de un desmañado pajarraco gris, sino la de un cisne. ¡Era un cisne!.

Unos niños llegaron al jardín con pedazos de pan y granos que arrojaron al agua, y el más pequeño exclamó:

-¡Hay uno nuevo!

-¡Sí, ha llegado otro! -aprobaron los demás, aplaudiendo y saltando.

Luego corrieron hacia su padre y su madre, arrojaron más pan al agua, y uno de ellos añadió, coreado por todos: -¡Ese nuevo es el más bonito de todos!. ¡Es tan joven!. ¡Tan elegante!.

El patito se sintió cohibido y escondió la cabeza bajo las alas. No sabía qué pensar. Era muy feliz, pero sin orgullo, pues su buen corazón nunca se dejaba llevar por ese sentimiento. Recordó cuántas veces había sido corrido y despreciado, sin soñar que un día iba a oír decir que era el más hermoso de los pájaros. Y él agitó las alas, alzó su esbelto cuello y dijo lleno de júbilo:

«Nunca imaginé semejante felicidad cuando yo era el Patito Feo».

FIN