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La sala del edificio del Consulado, en pleno Santiago centro, recibió los primeros rayos de sol en el primaveral 27 de octubre de 1812. Ahí, en la intersección de las actuales calles Compañía y Bandera (el mismo lugar donde se había constituido, dos años antes, la Primera Junta de Gobierno), los vecinos de la ciudad comenzaron a llegar con el fin de estampar su firma en un libro puesto a punto especialmente para la ocasión.

Con la rúbrica, los capitalinos debían manifestar si estaban de acuerdo o no con el flamante Reglamento Constitucional Provisorio, una iniciativa de la junta de gobierno liderada por José Miguel Carrera (en rigor, su miembro más activo y preponderante), con el cual pretendían ordenar a la joven república de Chile. Los otros miembros, eran nombres que la historia ha cubierto con la arena del olvido: Pedro Prado Jaraquemada y José Santiago Portales, este último padre del futuro ministro Diego Portales.

En la ocasión, los vecinos también debían elegir a los miembros del Senado de 7 personas. Además de los secretarios de la junta de gobierno ejecutiva y a los regidores del cabildo.

Había pasado poco más de dos años desde la instalación de la Primera Junta de Gobierno, y los chilenos acumulaban novedades: eligieron su primer Congreso, vieron una sublevación realista sofocada a balazos en la Plaza de Armas de Santiago y se sorprendieron con los primeros golpes de estado, protagonizados por Carrera. Aunque todavía no se declaraba formalmente la independencia, el proceso mostraba diferencias con la tradición colonial.

Entre estas, se hacía notar el nuevo rol que demandaba la ciudadanía en las decisiones cruciales. “El recurso a la validación popular es, sin duda, una de las rupturas cruciales de la independencia en tanto revolución política –explica a Culto el historiador y académico de la USS, Gabriel Cid–. Dado que ahora el nuevo soberano es un colectivo –’el pueblo’– y no una persona concreta, la única forma de dar cuenta de su voluntad es apelar a ejercicios de tipo electorales, sin la cual todo proceso político deviene en ilegítimo”.

El historiador y académico de la Universidad de Chile, Cristián Guerrero Lira, explica que habían ciertos antecedentes previos de participación ciudadana. “Se expresaba fundamentalmente a través del Cabildo. Se habían tomado decisiones importantes desde antiguo como se hizo en 1541 al nombrarse a Pedro de Valdivia como gobernador esperando la confirmación real”.

Guerrero Lira añade: “Se imponía la consulta al pueblo –entendiendo a este como se le entendía en esa época, es decir solo una parte de la sociedad, la más ilustrada–, porque el pueblo era el cuerpo que tomaba las decisiones políticas locales durante la monarquía. Ahora se agregaba otra idea, la de la soberanía popular y eso implicaba que el texto de 1812 debía ser al menos consultado al ‘pueblo’. Esa misma idea se usó para el texto de 1818, y también para consultarse si se debía o no proclamar la independencia”.

El Reglamento Constitucional se concibió solo dos meses antes, una vez que las diferencias entre Santiago y Concepción –que casi terminan en una guerra civil– se terminaron por aplacar.

“A esas alturas ya existían evidentes y fuertes tensiones entre José Miguel Carrera y sus detractores de la provincia de Concepción, encabezados por Juan Martínez de Rozas, que se oponían a su predominio y también al copamiento que con sus hermanos habían hecho del mando militar”, explica Guerrero Lira.

El jueves 20 de agosto, se publicó en el primer periódico nacional, La aurora de Chile –que no salió desde la primera imprenta, puesto que ya existían desde el período colonial–, un decreto de la junta de gobierno donde daba cuenta de la necesidad de una carta magna.

“Ya es improrrogable la expectación en que se ha mantenido el Reyno [sic] por tres años, y se sienten a cada momento los funestos efectos de la incertidumbre política”, señalaba el escrito.

De este modo, se nombró una comisión de seis personas que se encargaría de redactar el proyecto de Reglamento Constitucional, el cual desde un comienzo se pensó en ser ratificada de manera popular.

Esta la integraron, entre otros, Fernando Márquez de la Plata (quien fue vocal en la Primera Junta de Gobierno) y Manuel de Salas, el impulsor de la Libertad de vientres. Una decisión que no le gustó a todos. “Camilo Henríquez, quien también revisó el texto, habló con sorna como una ‘obra de cuatro amigos’”, cuenta Gabriel Cid.

1818: Cuando nadie votó en contra

Ese día, el 17 de abril de 1818, Bernardo O’Higgins, el Director Supremo de la nación, no se iba a levantar. Por recomendación de su médico, el Dr. Green, debía guardar reposo absoluto para reponerse de las heridas que sufrió en la derrota de Cancha Rayada, casi exactamente un mes atrás. Pero, cuenta Barros Arana, una circunstancia le obligó a dejar el descanso.

Tras un aviso, O’Higgins se levantó rápido y se vistió para recibir a tres personas, que llegaron junto a una bulliciosa turba, al palacio de gobierno. Se trataba de un comité que representaba al Cabildo de Santiago, que se había reunido con su venia esa mañana.

Le informaron lo que habían discutido; como los realistas fueron vencidos en la batalla de Maipú (el 5 de abril), era necesario que el país tuviera una constitución para regirse por leyes claras, y no solo por la voluntad de un hombre. Es decir, querían limitar el poder omnipotente del Director, considerando que tampoco había Congreso.

Antes de responder, el gobernante reprendió a sus visitas por llegar al palacio con una muchedumbre que gritó consignas en su contra. A continuación, con su semblante adusto, les señaló que estaba dispuesto a instaurar una constitución y luego los despidió sin más. Días después, en mayo, designó a una comisión de siete individuos -entre estos, Manuel de Salas-, quienes en cuatro meses redactaron una carta magna. Una vez que la recibió, el prócer ordenó que fuese sometida a un plebiscito.

De esta forma, en agosto de ese año se publicó en un bando la nueva Constitución, la que de inmediato fue sometida a votación popular. Para ello, se recurrió a una técnica muy simple. En las parroquias locales se abrieron dos libros, uno para firmar a favor del texto, y otro en contra. La votación -a la que solo accedieron los hombres mayores de edad, padres de familia o dueños de capital o industria-, se desarrolló entre Copiapó y Cauquenes, pues, según Barros Arana, las ciudades más al sur, o estaban aún en poder de los realistas, o todavía no contaban con autoridad establecida.

El hecho de recurrir a las Iglesias como improvisados “locales” para votar, responde a las circunstancias del período. “Parroquias, hay en todas partes y eran centros donde la población de las ciudades y pueblos, y también de las áreas rurales acostumbraba a concurrir –explica Guerrero Lira–. Además, en ellas se llevaban los mismos registros que hoy en día lleva el Registro Civil, es decir, la existencia legal de una persona, su edad, su estado civil se comprobaba con documentos que provenían de los libros parroquiales”.

Por su lado, Gabriel Cid agrega que en la sociedad de la época, muy religiosa, no había una mayor distinción entre lo político y lo sacro. “La misma constitución de 1818, por ejemplo, elevaba a precepto legal el mandato bíblico: no hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo”, explica. Además, los sacerdotes cumplían una función no menor en las elecciones. “Ellos podían determinar qué vecino cumplía las condiciones para sufragar, lo que se refleja en la reglamentación electoral de la época”.

Había un antecedente inmediato. Solo unos meses antes, en noviembre de 1817, los chilenos fueron convocados a una votación similar para aprobar el acta de la Independencia de Chile, ocasión en que se usó el mismo método de los libros de firmas. En esa consulta, mientras el gobierno se preparaba para combatir a una nueva expedición realista enviada por el Virrey del Perú, el respaldo a la emancipación fue unánime.

En su edición del sábado 19 de septiembre, la Gaceta del supremo gobierno de Chile (una suerte de diario oficial de la administración de O’Higgins), informó que en la capital ya estaban los libros de las parroquias de Santiago, Valparaíso y Rancagua, además de los enviados desde las villas de Curicó, Petorca, San José de Maipo, Los Andes, entre otras. Los resultados del plebiscito eran contundentes: todos los vecinos firmaron los libros a favor y nadie lo hizo en contra. La nueva constitución, fue “aprobada” prácticamente por unanimidad.

¿Por qué no hubo votos en contra? Los expertos apuntan a varias razones.

“En esas circunstancias, en 1812 y 1818 fue muy fácil obtener mayorías, porque con ese sistema los contrarios al gobierno en ejercicio quedaban identificados plenamente –explica Guerrero Lira–. Hay que pensar, en todo caso, que todos estos mecanismos de voto secreto y demás, recién se estaban conociendo y empleando”.

También la incertidumbre fue un factor, considerando que aún se peleaban batallas en el sur de Chile, y como un puñal en la oscuridad, se pensaba que el Virrey del Perú todavía podía enviar otra fuerza expedicionaria al país –lo que en verdad era poco probable–. “El temor en tiempos de guerra y revolución es un aspecto importante para entender los resultados de esos primeros plebiscitos”, afirma Gabriel Cid.

Pese a todo, en 1818 estaban mucho más afianzados tanto el Director Supremo como el proceso independentista. Según Cid, la popularidad de O’Higgins “estaba en su mejor momento, pues el plebiscito fue apenas unos meses tras la batalla de Maipú”.

Pese a que ya surgían voces disidentes, especialmente tras conocerse la noticia de las muertes de los hermanos Carrera y Manuel Rodríguez, las que se le achacaron al gobierno. Con todo, en el ánimo había una “extendida conciencia de que se debía transitar desde la fase bélica de la revolución a la fase constitucional, donde cualquier limitación del ejercicio del poder era bienvenida”.


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