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Hace cien años, las vacaciones implicaban vagones de primera clase, carruajes, reservas en hoteles exclusivos de Cartagena y una patota familiar de más de 30 personas. El trayecto en tren desde Santiago demoraba algo más de tres horas y el recorrido arriba de los vagones era un inicio perfecto, que permitía hacerse de amigos, sin importar si iban en el mismo carro o viajaban en tercera.

La importancia del tren
El ferrocarril literalmente «abrió el país» a mediados del siglo XIX. El primer tramo fue de Copiapó a Caldera, inaugurado en 1851 por Guillermo Wheelright.

Los cronistas de la época señalan que  muchas personas, al escuchar el ruido de la locomotora y divisar el humo, «arrancaron a los cerros presos del pánico». Sin embargo, y a pesar de la impresión inicial, no pasaron muchos años antes de que el tren se convirtiera en el principal medio de transporte entre las ciudades más grandes.

En 1856, las vías siguieron de Santiago al sur y el tramo entre la capital y Valparaíso se inauguró en 1863, trayecto que en un principio demoraba ocho horas. No tardaron en aparecer  los primeros coches-cama, aunque no sin inconvenientes: estos servicios fueron suprimidos en la línea a Valparaíso en 1873, por estar habilitado sólo para hombres y consistir únicamente en proporcionar un colchón y una almohada.

A inicios del siglo XX, el ferrocarril se convirtió en el principal impulsor del turismo nacional. En 1911 ya existía un coche especial para viajes de novios y en 1934 creó una empresa hotelera levantando el Gran Hotel Pucón y Gran Hotel de Puerto Varas, e incluso intentó un ambicioso proyecto de hospedaje en un lugar sumamente inhóspito y exótico para la época: la laguna San Rafael. También potenció el turismo a través de la edición de una «Guía de Viaje» y la propia revista En Viaje, que a partir de 1933 realizaba crónicas no sólo de los destinos nacionales, desde Curacautín hasta Isla de Pascua, sino que también incentivaba el turismo al exterior, en lugares como España, Italia e incluso hasta hoy remotos, como Líbano.

El antofagastino Sergio Artal (84) recuerda con nostalgia aquellos viajes desde su ciudad «al sur» en tren. Pero, por lo entretenidos que resultaban más que por el tiempo que llevaba cruzar gran parte del norte. «Eran tres días y dos noches para llegar hasta Santiago, pero como éramos niños -hablo de fines de los años 30, más o menos-, era una verdadera aventura. Nos íbamos en coche-dormitorio; siempre nos movíamos por los vagones, pasábamos a tercera, hacíamos amigos. Uno en el tren almorzaba, comía, pero no se sentía encerrado, era muy cómodo. En La Calera debíamos cambiar de tren y eso ya nos anunciaba que estábamos cerca», recuerda.

Otra vía frecuente de comunicación entre el Norte Grande y el centro del país fueron los barcos de cabotaje que no sólo llevaban carga, sino también pasajeros. Unían Antofagasta, Coquimbo y Valparaíso. «Había un movimiento que ya no se ve, dice Sergio Artal, y viajar en barco era lo mejor.

Cuando los barcos venían desde el sur, traían animales, frutas, huevos, una cantidad de alimentos impresionante. Es una pena que eso ya no exista, con el tremendo mar que tenemos. Pensar que hoy hay gente que en su vida se ha subido a un bote».