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El impresionismo surgió como una derivación del realismo, pero con una técnica diferente. En vez de preocuparse por la apariencia de las cosas, se interesó en su existencia.

A fines del siglo XIX, el impresionismo pictórico, que se preocupó de la observación de la naturaleza y el estudio de las variaciones de la luz y los colores, influyó en la escultura.

Algunos artistas introdujeron los juegos lumínicos mediante la renovación de las técnicas, explotando las posibilidades del material y estudiando los efectos de lo inacabado, técnica que había usado Miguel Ángel durante el Renacimiento.

Al mismo tiempo, buscaban renovar los ideales de la escultura, alejándola de la repetición de los modelos clásicos y la inclinación exagerada al naturalismo y al realismo, que, respectivamente, buscaban con más o menos sentimiento crear una copia fiel del cuerpo humano o del objeto elegido para ser representado.

Los más destacados escultores de esta tendencia fueron el italiano Medardo Rosso (1858-1928), que disolvía las formas en una masa llena de transparencias, para lo cual utilizaba cera, que le permitía obtener transiciones y matices de color; y el francés Auguste Rodin, que reexamina la naturaleza, valorando el fragmento y lo inacabado como una parte esencial de la realidad.

Los pintores Paul Gauguin (1848-1903), Henri Mattise (1869-1954) y Edgar Degas (1834-1917), cuyo tema favorito eran las bailarinas, también incursionaron en la escultura.