Había una vez, un niño llamado Juan, que vivía en Chile, en la Región Metropolitana de Santiago, en Quinta Normal. Estudiaba en un Liceo llamado «Liceo Polivalente San José de la Preciosa Sangre».
Todos los días, cuando iba al colegio, Juan se imaginaba su gran liceo, soñaba que estaba pintado con colores esmeralda, que tenía muchos árboles grandes y frondosos, y un oratorio del porte de una casa, donde se aprendía más de Dios; muchos juegos, profesoras tan dulces como la miel y tan amables como un granito de azúcar, vendedores que repartían dulces a todos los niños del lugar, con inspectoras de mirada segura y acogedora, muchas canchas de fútbol y de básquetbol.
Tanto soñaba Juan, que a veces le daba una pequeña jaqueca, pero eso no impedía que siguiera soñando con el «mágico liceo de sus sueños».
También soñaba el gran tamaño de su liceo, que medía como unas 10 canchas de fútbol. El vestuario de todos los que estudiaban en el liceo era color rojo fuego esmeralda. Era tan brillante como el sol mismo.
El director del liceo era muy amable, bondadoso, valiente y alto, y se vestía de un celeste metálico brillante, que hacia resplandecer aún más su hermosa sonrisa.
A veces se entusiasmaba tanto soñando, que en la realidad se perdía las clases de matemática (la materia que más le gustaba).
Le encantaba tanto soñar, que se convirtió en un gran pasatiempo que duraba casi todo el día.
Un día, el soñó que las salas de clases eran de un color tan metálico y esplendoroso, que hacía resaltar y rebotar en las paredes los colores del vestuario de los compañeros y aparecía un hermoso y gran arcoiris.
A él no le interesaba su liceo verdadero, sólo le interesaba el liceo que soñaba.
Por: Diego Lisoni, 10 años.