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La clonación no es nueva en la naturaleza. Hay insectos que se reproducen por clonación, y al comer patatas o cebollas estamos con frecuencia comiendo clones, ya que ésta es una forma de reproducción asexuada común en el mundo vegetal.

El tratamiento de la clonación en la literatura y en el cine, desde Los niños de Brasil de Ira Levin, así como casos como el de la oveja Dolly, han creado la percepción popular de que el objetivo de la clonación es producir a un ser humano, la llamada clonación reproductiva.

Pero hoy sabemos que la clonación reproductiva tiene serias desventajas, demostradas por la vejez y muerte prematura de Dolly, y sabemos que dos células idénticas no dan como resultado personas idénticas, ni siquiera lo son los gemelos univitelinos, con los mismos genes. Todos somos irrepetibles.

Los genes, en la atinada metáfora de Richard Dawkins, no son un «plano» del ser a crear, donde cada elemento se corresponde uno a uno con el resultado. Es más bien como una receta: los genes indican qué se debe hacer, y el medio ambiente determina qué se hará finalmente, según los elementos disponibles, como la alimentación de la madre, el medio químico, la temperatura, etc. Así, el método de reproducción tradicional lleva ventaja en la creación de nuevos seres, dejando a la clonación el espacio terapéutico donde tanto puede aportar.

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