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La férrea convicción de Luis XIV, respecto a que él era el representante de Dios, lo había llenado de orgullo. Para identificarse, tomó como emblema un Sol resplandeciente, de donde nació el sobrenombre de Rey Sol.

Fue tanta la adoración que creó entre sus súbditos, que organizó el culto de la majestad real, por el cual actividades cotidianas, como comer, levantarse o pasear, se convirtieron en verdaderas ceremonias públicas regidas por un estricto reglamento.

El monarca se levantaba a las ocho de la mañana, luego de lo cual ingresaban en su habitación grupos de cortesanos. Los más favorecidos eran admitidos incluso cuando el rey salía de su cama y se ponía bata o traje de mañana. La etiqueta indicaba qué personas debían presentar las prendas de vestir. Una vez vestido, el rey pasaba a su gabinete, donde daba las órdenes para el día, y luego iba a misa. Finalizada la misa, se reunía con sus ministros hasta la una de la tarde, después de lo cual comía solo en su habitación. Sin embargo, esta actividad tan trivial se desarrollaba en medio de una gran pompa, pues cada plato era llevado por un gentilhombre, precedido de un ujier (persona que estaba a las puertas del palacio cuidando de ellas) y de un jefe de comedor, escoltado por tres guardias con la carabina al hombro. Esto sin mencionar los días de gala, en que el rey comía solo en la mesa teniendo a su alrededor un número cercano a las treinta personas. El público era admitido para ir a contemplar al rey comiendo.

Después de la comida el rey salía a pasear, a pie o en carroza. Tras él una verdadera multitud seguía sus pasos. Al regresar se cambiaba de ropa con el mismo ceremonial de la mañana. A las diez de la noche cenaba con su familia, también en medio de un gran ritual, jugaba a las cartas y se acostaba, no sin tener un grupo de espectadores cerca suyo.

La corte del rey Luis XIV alcanzó una enorme extensión, pues comprendía la casa militar, formada por unas diez mil personas, y la casa civil, compuesta por unas cuatro mil. Los jefes de los servicios eran de la más alta nobleza, lo que demostraba el deseo de Luis XIV por ver a este grupo social alrededor suyo, aunque solo en funciones domésticas o militares. Jamás empleó nobles ni en el gobierno ni en la administración del reino.

Fin del reinado de Luis XIV

El reinado de Luis XIV terminó como muchos gobiernos, producto de la derrota y la ruina. La última guerra, la de Sucesión en España, fue tan desastrosa que agravó la situación financiera francesa. Así, los ingresos fueron cada vez más inferiores a los gastos, y por lo mismo, la deuda pública se elevó a casi tres millones de libras de la época. Al mismo tiempo, la gran carga impositiva había provocado la miseria de gran parte de la población, con lo que Francia parecía destruida.

Luis XIV tuvo el sentimiento de que toda la ruina se debía a su gobierno y se arrepintió. La víspera de su muerte, después de haber pedido perdón a sus cortesanos por los malos ejemplos que les había dado, se hizo conducir al que sería su sucesor, su bisnieto Luis XV y le dijo: «Hijo mío, vais a ser un gran rey, pero no me imitéis en el gusto que he tenido por las construcciones y por la guerra. Procurad aliviar a vuestro pueblo, ya que yo soy tan desgraciado por no haberlo podido hacer a tiempo».

Se dice que cuando fue conocida la noticia de la muerte de Luis XIV (acontecida el 1 de septiembre de 1715), el pueblo dio gracias a Dios por una redención tan esperada.


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