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En el siglo VI a.C. se producen los primeros signos de recuperación, cuando Psamético I, de la XXVI Dinastía, logró expulsar del territorio a las tropas asirias que habían permanecido allí por casi veinte años.

En los siglos siguientes, entre guerras, invasiones, nuevas ciudades y luchas por el poder, gobernaron y tuvieron gran influencia en Egipto los pueblos caldeos, judío y persa.

Con la invasión de estos últimos, los egipcios perdieron su independencia en forma definitiva (la que solo recuperarían en el siglo XX, en 1922 d.C.). Con la conquista del macedonio Alejandro Magno y luego la invasión romana volverían a ocupar un lugar central en Oriente y en el Mediterráneo, pero como territorio sometido, no como imperio independiente.

Culto de los muertos

Para los egipcios, el hombre no moría inmediatamente por completo. Al exhalar el último suspiro, se escapaba de su cuerpo otro cuerpo impalpable, llamado el Doble o el Alma, que continuaba viviendo mientras el cuerpo no se descomponía. De aquí las precauciones que se tomaban para conservar el cuerpo: el embalsamamiento y la transformación en momia. El Doble inmaterial tenía las mismas necesidades que el cuerpo carnal; le hacía falta, por consiguiente, una habitación. Al efecto, se le construía una tumba y una cámara funeraria en la que se colocaba un ajuar (conjunto de muebles, enseres y ropas), al mismo tiempo que alimentos. También se ponían al lado de la momia retratos del muerto y estatuas hechas a su imagen.

Se pensaba que el Doble comparecía ante el dios Osiris para someterse al juicio final y solemne, en cuyo acto el dios Thot pesaba los corazones en la balanza de la Verdad. Las almas puras pasaban al lado de Osiris, en el campo de las Habas, no sin previas transformaciones o purificaciones; las otras eran destruidas por medio de horribles suplicios.

Según el historiador griego Heródoto (484-426 a.C.), para embalsamar un cuerpo se procedía así: “Para un embalsamamiento de primera clase, el embalsamador extrae del cadáver en primer lugar el cerebro, sacándolo por las narices con un hierro curvo, y disolviéndolo en un líquido que inyecta después en la cabeza. En seguida le abre el costado y retira por esta abertura los intestinos, que lava en vino de palmera y espolvorea de aromas triturados. Luego le llena el vientre de mirra, canela y otros perfumes, y cose la abertura. El cuerpo se coloca después en natrón (carbonato sódico), durante setenta días”.

Al cabo de este tiempo, el cuerpo desecado y casi reducido al esqueleto y a la piel, se envolvía en vendas de tela untadas de goma. Se envolvía enseguida en tres paños de tela y, por fin, en uno rojo atado con cintas dispuestas de arriba abajo y de través. La momia se colocaba entonces en un doble ataúd de madera que reproducía la figura del cuerpo, y en la cabeza se esculpía el retrato del difunto.


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