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LA TERCERA. 12 de enero de 2007.
Columna de Opinión. José Joaquín Brunner. Profesor Escuela de Gobierno U. Adolfo Ibañez y ex ministro de Estado.

Cada año puntualmente, con ocasión de la PSU, el país bien pensante vuelve a escandalizarse ante la brecha que aparece entre los puntajes obtenidos por alumnos de colegios particulares pagados y de colegios subvencionados. Con la misma implacable puntualidad, cada año se repite el ciclo de argumentos a favor o en contra de la PSU, como si ésta pudiera disminuir o aumentar dicha brecha, sin atender a las causas reales que la generan y reproducen.

Como es obvio a esta altura, ella es, ante todo, socioeconómica y cultural y no reside en el dispositivo con que se selecciona a los jóvenes que buscan ingresar a la educación superior. La brecha separa a unos alumnos cuya formación escolar, hasta llegar a rendir la PSU, ha costado entre 20 y 30 millones de pesos (o más), de otros en que el país ha gastado seis millones (o menos). Separa a los hijos de familias cuyos padres poseen en promedio menos de 10 años de escolarización respecto de aquellos cuya madre y padre ostentan un título profesional y tienen a su haber, cada uno, 17 o más años de educación.

Separa, también, a los niños que crecieron en un hogar con un intenso régimen de conversaciones y estímulos que los introdujo tempranamente en un mundo de lenguajes elaborados y de códigos culturales afines a los que utilizan los colegios, de aquellos niños criados en un entorno que sólo provee estímulos de baja intensidad y códigos lingüísticos y culturales simples. Unos adquieren desde la cuna familiaridad con los saberes y confianza en su propio destino; los otros aprenden difícilmente a sobrevivir en medio de la estrechez.

Tan evidente es todo esto que los puntajes promedio de la PSU siguen, con fatídica regularidad, el ingreso familiar. Los alumnos de familias con ingreso menor a 280 mil pesos obtienen, como media, 469 puntos; aquellos cuyos padres ganan entre $ 280 mil y $ 834 mil alcanzan 528 puntos. Así continúan ascendiendo los valores de puntuación en la PSU en paralelo con la posición de las familias en la escalera socioeconómica, hasta llegar a los hogares más acomodados, cuyos hijos consiguen, en promedio, 614 puntos. Evidentemente, hay algunas notables desviaciones de esta ley de las dos escalas; muy pocas, sin embargo, como para poner en ellas nuestra esperanza.

Por tanto, en vez de reincidir en el rito anual de los escandalizados e insistir sin fundamento que los problemas de inequidad se deben a la PSU, propongo aquí un ejercicio diferente. Y sencillo, además: responder a unas pocas preguntas que, de producir respuestas convergentes, nos permitirían dejar atrás la trampa de la perpetua repetición y avanzar.

Primero: cómo duplicar, en un corto tiempo, el valor de la subvención escolar. Segundo: qué medidas deberían adoptarse para reducir a la mitad el número de alumnos en las aulas de los colegios que atienden al 20% de niños y jóvenes de mayor vulnerabilidad. Tercero: qué se proponen hacer las universidades para mejorar sustancialmente la calidad de los profesores que entregan al sistema escolar. Cuarto: cómo procederán el gobierno y el Congreso para dotar de mayor autonomía y capacidad de gestión pedagógica a los establecimientos municipales.


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