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Nació en Concepción en 1712 y murió en Santiago en 1789. Sus padres fueron los vizcaínos José Alday y Ascarrunz y Josefa de Aspee Ruiz de Berecedo, quienes se habían avecindado en Chile a fines del siglo XVII.

Manuel de Alday cursó estudios de Filosofía y Teología en el Convictorio de San José, establecimiento educacional situado en su ciudad natal. En 1732, viajó a Lima para matricularse en el Colegio Real de San Carlos, centro de enseñanza reservado para la aristocracia, donde cursó estudios de jurisprudencia.

A los 27 años, se graduó de abogado en la Real Audiencia de la capital virreinal, obteniendo el Doctorado en ambos derechos, Civil y Canónico, en la Universidad Mayor de San Marcos (1739) y en 1740 fue ordenado sacerdote. En 1741, regresó a Chile, doctorándose en Teología.

Fue obispo de Santiago entre 1755 y 1778, distinguiéndose por la labor realizada en beneficio de la Iglesia Católica.

El sacerdote

Una vez ordenado sacerdote, Alday repartió se dedicó a predicar misiones y ejercicios espirituales, los estudios y el confesionario.

En 1753, el obispo de Santiago, Juan González Melgarejo, fue promovido a la dignidad de obispo de Arequipa, por lo que el gobierno de la diócesis quedó vacante. El Cabildo eclesiástico propuso a Alday como Vicario Capitular para que administrara el obispado, en espera de la consagración de un nuevo titular. Sin embargo, él no aceptó la nominación, debido a que se desempeñaba como canónigo doctoral -es decir, abogado del cuerpo eclesiástico-, cargo que, según su opinión, era incompatible con el otro que se le proponía.

A pesar de su renuencia, todos los eclesiásticos de Santiago e incluso los laicos, tenían los ojos puestos en él debido a sus capacidades y talentos. Así, en 1754 el Papa Benedicto XIV, a propuesta del Rey de España, elevó a Alday al cargo. Fue consagrado oficialmente en octubre de 1755.

Su labor en el obispado de Santiago

Manuel de Alday desarrolló tareas de gran importancia en el obispado de Santiago. Recorrió íntegramente la diócesis en dos oportunidades y en 1763, convocó a todos sus párrocos a un sínodo, cuyo objetivo era establecer las normas indispensables de los procedimientos a seguir en diversas materias eclesiásticas.

Continuó la construcción de la Catedral de Santiago, tarea que adoptó como algo personal, donando incluso la cantidad de 100.000 pesos para ese fin. Fueron muchas las iniciativas en las que Alday tuvo injerencia: en 1759 solicitó al Rey la autorización para que el Marqués de Montepío, Juan Nicolás de Aguirre, creara una casa para los huérfanos; en 1782, fundó el Hospital San Borja; en 1778, prohibió que se abriera un teatro en Santiago pues consideraba la asistencia a las funciones como «gravemente pecaminosa»; y también, se opuso a nuevas modas femeninas (vestidos cortos, sin mangas y con colas).

La expulsión de los jesuitas

Alday era obispo de Santiago cuando en 1767 el Rey Carlos III ordenó la expulsión de los jesuitas, por quienes el obispo sentía una profunda admiración. Recibida la comunicación por parte del gobernador Guill y Gonzaga, reunió al clero para explicar lo que ocurría. Apenas alcanzó a pronunciar algunas palabras, antes de que el llanto le impidiera continuar. Si bien no puso trabas al decreto, siempre defendió a los expulsados. La diócesis perdió 120 sacerdotes. Los colegios y escuelas mantenidas por la Compañía de Jesús debieron ser cerradas. Sólo a un jesuita se le postergó la expulsión, debido a que era el único boticario de la ciudad; tras cuatro años de preparar a su reemplazante, debió exiliarse.

El Concilio de Lima

En 1771, Alday viajó a Lima para participar en el Concilio Provincial convocado por el arzobispo Diego Antonio de Parada, por orden del Rey Carlos III. Manuel de Amat y Junient, a la sazón Virrey del Perú, le envió un oficio en el cual le decía altaneramente «os ordeno que concurráis al Concilio». Alday respondió con las siguientes palabras: «A un tiempo hemos recibido el oficio en que V.E. nos ordena que concurramos al Concilio y la cédula de S.M. el rey nuestro señor, en que se contenta con rogarnos y encargarnos que practiquemos esta misma diligencia».

La primera sesión se realizó en enero de 1772, asignándosele a Alday la distinción de pronunciar el discurso inaugural. Como se presentaron dudas acerca de las facultades que tendría el Concilio, a Alday se le encargó la redacción de un estudio sobre este punto. Cumpliendo esta tarea, escribió su Disertación sobre las verdaderas y legítimas facultades del Concilio Provincial, que fue muy bien recibida por los asistentes, y en la cual el autor hizo gala de sus conocimientos en Teología y Derecho Canónico. Concluidos los trabajos en septiembre de 1773, Alday regresó a Santiago, donde continuó su labor pastoral hasta su muerte.


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