Editorial
LA TERCERA, 8 de diciembre de 2006.
A pesar del revuelo que han causado las deserciones a última hora de varios actores que integran el Consejo Asesor de Educación, poco hay de sorpresivo en ellas. En efecto, dadas las circunstancias en que se gestó dicho grupo, y dadas sus características, lo realmente sorprendente hubiera sido que el lunes, cuando la instancia entregue al gobierno el informe a cuya elaboración se dedicó los últimos seis meses, el documento hubiese contado con el respaldo de la totalidad de los actores que intervinieron en su redacción.
Son varias las fallas de origen del consejo, no obstante la genuina intención que pudieran tener sus integrantes de lograr avances reales en un tema estratégico para el país: la deficiente calidad de la educación. Quizás la principal sea que surgió como mecanismo para descomprimir la crisis que provocó el inédito movimiento estudiantil de mayo y junio, cuyo éxito consistió en obligar al gobierno a darle prioridad a un impostergable debate en esta materia, en un cuadro de consenso nacional respecto a que los actuales niveles de calidad son claramente insuficientes para proyectar a Chile al grupo de los países desarrollados.
Este consenso ya existía mucho antes de las paralizaciones de mediados de año –pues la evidencia del problema es clara e indesmentible-, sin embargo, hizo falta una crisis política, cambio de gabinete incluido, para que el Ejecutivo tomara medidas. Entre estas últimas, por cierto, adoptó algunas a las que se había negado sólo días antes -como la entrega de cuantiosos recursos adicionales, que supuestamente no estaban disponibles-, lo que reafirma que se actuó bajo la presión de desactivar dicha crisis.
Además, el objetivo mismo del consejo –entregar un menú de propuestas sobre distintos ámbitos del problema educacional– recibió críticas atendibles. En efecto, no parece creíble que, a estas alturas, los gobiernos de la Concertación aún requieran propuestas en este tema, uno que se ha analizado en detalle y sobre el que ha escrito profusamente en los últimos 15 años, incluyendo, por cierto, a connotados expertos cercanos a dicha coalición. Así, el consejo pareció un ejemplo más de la tendencia de la actual administración a postergar decisiones ejecutivas por la vía de crear instancias de consulta y deliberación en distintos temas.
Finalmente, ambas deficiencias de origen se vieron agravadas con el diseño mismo del consejo: un grupo tan numeroso y diverso que volvía improbable la concreción de acuerdos o niveles aceptables de consenso. Esto, porque se trató de una mesa de trabajo -como se presentó a la instancia- compuesta por 81 integrantes, entre ellos estudiantes y profesores (secundarios y universitarios), distintos especialistas, rectores de universidades, políticos y apoderados. La diversidad de intereses, así como las profundas discrepancias respecto de temas de fondo, como el lucro o el sistema de gestión de los establecimientos, de por sí difíciles de manejar, lo fueron aún más en un grupo que se empeñó en incluir, en una discusión de alta complejidad técnica y de profundos alcances para el futuro del país, a adolescentes en plena formación de quienes no se puede legítimamente esperar -a pesar de la sinceridad de sus propósitos y la seriedad de su compromiso criterios y conocimientos lo suficientemente maduros en un tema de esta envergadura.
Con todo, al menos un hecho es rescatable. A pesar de las deserciones en el consejo -las que, por cierto, provocaron quiebres entre los grupos que lo integraban- el gobierno tendrá este lunes en sus manos lo que dijo desear: un documento con un abanico de propuestas sobre cómo mejorar la educación que considere, por primera vez en la historia de Chile, el aporte de un amplio espectro de actores nacionales. Sea cual sea la calidad del informe, ya pasó la hora de recabar opiniones. Es tiempo de tomar decisiones, traducirlas en políticas y llevarlas a cabo. En eso, después de todo, consiste la tarea de gobernar.