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Gracias a la fuerza de sus armas y a su habilidad política, los incas habían constituido una unidad política y cultural de más de diez millones de aborígenes, que ocupaba un territorio cercano a los 4.000 km de longitud en sentido norte-sur, y casi 500 km de anchura en promedio, región que comprendía las actuales repúblicas de Ecuador y Perú, el norte de Chile, el oeste de Bolivia y el noreste de Argentina.

Desde el punto de vista geográfico, el territorio de los Andes Centrales abarcado por el imperio inca tiene notorios contrastes. Por lo mismo, se suele afirmar que no existe un solo Perú, sino tres: el de la costa, el de la sierra y el de la montaña. De los desiertos costeros se pasa a los páramos andinos, con cumbres cubiertas de hielos eternos. El paisaje árido de la vertiente cordillerana que mira hacia el océano Pacífico comienza a adquirir tonalidades verdes en los fértiles valles regados por los ríos no navegables que descienden desde el cordón andino.

En sentido norte-sur, la costa se suele dividir en tres secciones: norte, centro y sur. Esta división también es perceptible en la sierra, que en realidad corresponde a la Cordillera de los Andes. Aquí, estas tres secciones reciben los nombres de cordillera, de clima seco y frío que sólo permite el crecimiento de pastos aptos para la ganadería; puna, verdadero desierto humano, salvo en el altiplano perú-boliviano; y valles interandinos, regados por poderosos ríos.

La montaña (o selva baja) corresponde a la zona selvática ubicada en la vertiente este del macizo andino. Considerada por mucho tiempo como un área secundaria, se ha convertido hoy en foco de información arqueológica que intriga a los investigadores.

La variedad geográfica y el relativo aislamiento local facilitaron los desarrollos regionales. Por lo mismo, no existe valle que no haya sido asiento de una cultura. Pero, a diferencia de América Central (o Mesoamérica), en los Andes Centrales no hay elementos que persistan a lo largo de toda su evolución cultural, no hay un hilo conductor. Sólo hay una constante digna de mención: el persistente afán del habitante de la sierra por unirse al de la costa, y el de ambos por sacar provecho de los valles intermontanos.


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