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Editorial, diario La Tercera, publicado el  27/04/2006

Contar con un sistema de educación de calidad es condición básica para acceder al desarrollo, objetivo que ha sido planteado como una meta de mediano plazo por los gobiernos chilenos desde el regreso de la democracia. Es, además, una herramienta esencial para insertar al país en una economía globalizada y para afrontar y dominar los desafíos que impone un mundo de complejidades como el actual. Las naciones que han entendido esta lógica, la de invertir e implementar políticas cualitativas de shock en la educación, han conseguido avances prodigiosos. El ejemplo del Asia Oriental es una evidencia de lo que puede lograrse al respecto.

Hoy en Chile existe un amplio consenso sobre aquello. Los principales actores de la escena nacional -gobierno, oposición, empresarios, asociaciones profesionales, académicos y expertos, etc.- coinciden en que la educación es una de las llaves principales para reducir la pobreza y la brecha en los ingresos, abrir oportunidades de movilidad social y, también, hacer que el país se desempeñe con éxito en la altamente competitiva economía global. El titular del Banco Central ha dicho recientemente -en palabras cuya validez nadie podría cuestionar- que «mejorar la educación es clave para mantener los niveles de crecimiento y de productividad».

Sin embargo y a pesar de este evidente consenso, el sistema educacional chileno pareciera atravesar por lo que podría calificarse como una «crisis crónica» que nada ni nadie es capaz de detener de manera efectiva y decisiva. Una situación que se arrastra por años y de cuya existencia cada vez se acumulan, a veces incluso de manera enervante, más pruebas.

Un ejemplo de ello es que, a más de una década del anuncio de la reforma educacional, aún existen serios inconvenientes para su implementación física y, peor aun, surgen dudas acerca de su real aporte al mejoramiento de la calidad de la enseñanza. De hecho, uno de los pilares de esta reforma, la jornada escolar completa, ha sido nuevamente retrasado -hasta 2010- por falta de infraestructura en al menos el 10% de establecimientos del país.

No se trata, con todo, del único cuello de botella de un sistema que parece estar estructuralmente enfermo. Los problemas se acumulan: los deficientes resultados en las pruebas Simce y Timss; la brecha entre establecimientos públicos y privados; los magros resultados de una evaluación docente que es blanda y que tardó años en ser instaurada; la resistencia del gremio de profesores y de la burocracia ministerial a los cambios; los eventuales abusos de algunos sostenedores de colegios subvencionados; la inadecuada gestión de los crecientes recursos que ha venido recibiendo el Ministerio (triplicados en la última década); las fallas en el control de los programas de enseñanza básica y media (denunciadas por la Contraloría). La lista, que podría incluir más puntos, da cuenta de una situación alarmante que el recién asumido ministro de Educación parece estar aquilatando tras casi dos meses en el cargo. La nueva autoridad ha hablado de «excesiva centralización» y «burocracia» y ha dicho que se requiere trabajo duro y voluntad para sacar adelante los temas pendientes.

El diagnóstico del ministro parece correcto y se suma al consenso en torno al tema. La experiencia, sin embargo, demuestra que ha sido hasta ahora muy difícil pasar del diagnóstico a la acción concreta y efectiva. Los esfuerzos reformistas invariablemente han chocado contra intereses corporativos dentro y fuera del Ministerio. Le corresponde a éste liderar un proceso que conduzca a cambios significativos. Para ello es necesario avanzar más allá del consenso en el diagnóstico y adoptar soluciones que vayan acompañadas de una férrea voluntad política capaz de enfrentar y superar aquellos obstáculos que hasta hoy han sido irremontables.


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